Me llamó para despedirse,
nunca me habló con tanta sinceridad.
Podía notar como su corazón se iba desgarrando,
sabía que estaba solo, en su bodega,
delante de su vaso diario (decía él, pero eran más de uno y de dos) de vino,
siempre iba ahí para estar solo,
para reflexionar,
analizar toda su vida,
en la semioscuridad de la bodega,
donde solo el vino le escuchaba.
Era su santuario, su refugio.
Notaba como su voz se iba quebrando mientras me decía que me quería mucho, que me echaba de menos, que se arrepentía de no haber hablado más conmigo, porque no sabía como hacerlo,
pero que, a pesar de eso, siempre había confiado conmigo,
(ojalá me lo hubiera dicho en su momento).
Sabía que mientras me hablaba iba bebiendo vino, su vino, su huida, su único compañero de confidencias.
Sentí sus lágrimas en la cara, sus emociones a flor de piel. Me volvió a repetir que me quería mucho, que, a pesar de mis inseguridades, a pesar de que me seguía costando encontrar mi lugar en el mundo, él estaba convencido de que acabaría haciendo grandes cosas en la vida, y que acallaría muchas voces que me daban ya por inútil.
Al final solo le pude contestar: " Cuídate padre".
Y colgué.
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